Abrí la ventana con la esperanza de que toda esa promesa cristalina que posa diariamente en ese valle de edificios que me rodea, ese espacio que algunos llaman aire, invadiera la oficina y tomase por asalto esta insostenible situación tensa de pesadez y alienación total que gobierna este lugar, inundando así de frescura y renovación a cada rincón estanco de vida, de vitalidad. Pero ahí se quedó el aire, totalmente quieto, como si se tratara de un bloque de cemento compacto y transparente, como haciendo evidente que la pesadez y la tensión no terminan en la oficina y entonces la salvación no está en ninguna parte, ni siquiera en uno mismo y habrá que arreglarse sin aire, sin brillo y sin ideas, habrá que resignarse a que la tarde nos aplaste y asfixie lentamente aceptando la derrota, tragando saliva seca e imaginando un pequeñísimo engranaje desgastado y oxidado.