Creo que no me voy a agotar nunca de ver cielos grises. Fue un fin de semana largo a puro mimo y mirando el mar, jugando a perder el horizonte entre el gris de arriba y el gris-verde-marrón de abajo. Arriba, la cosa contenida y siempre a punto de estallar. Abajo, la cosa revuelta provocando y reclamando gotas. Como este disco de Laika que ahora me invade con su hipnosis turbia, rabiosa, idéntica a la hipnosis del mar. Un mar que tuvo, esta vez, un disimulado olor a mar. Mar con olor a mar: yo me rindo ante esas obviedades, cuando la metáfora y las comparaciones quedan cortas y hay que volver a lo esencial.
El frío, la playa, el gris, el disimulado olor a mar: caminar. Caminamos. Y en un momento del mar salió una lancha con unos cajones con pescados que salieron del mar. Y de la lancha salió un tipo que cargó con esos cajones hasta el puestito al lado del muelle. Ahí le sacó las escamas con el revés de un cuchillo que luego usó para cortar longitudinalmente por los abdómenes de los pescados que miraban como miran ellos cuando son pescados: miran sin mirar. Y entonces el tipo, con sus rulos al viento y su mirada honesta, vació de tripas y todo lo que fuera mal-aspecto y feo-color. Y los fue vendiendo: cuatro por cinco pesos las palometas, tres por cinco las corvinas. Los tomaba por la cola y los metía en bolsas. Seguí de cerca todo el ritual. Manos curtidas y hábiles, mente tranquila y fresca, viviendo de la forma más primitiva que la naturaleza le permite; vende lo que sale del mar y sus rulos se mueven con el viento.
Y ahora, por mi ventana vuelvo al placer urbano de gotas y nubes interrumpidas por edificios y terrazas mojadas, por toldos extendidos y una dosis de neblina que suma misticismo a la escena. Por momentos creo que la neblina es la llovizna desde lejos. Dejo la ventana entreabierta porque la lluvia prefiero olerla. Cada tanto me ceban un mate bien amargo y hace juego con la amargura visual.