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miércoles, noviembre 24, 2004

Pronóstico reservado. 

Es simple: o el clima cede o cedo yo. Por ahora voy perdiendo. La ciudad es un espanto: casi que no se puede ver y las razones son varias. Por un lado, la humedad que no deja pensar, que no deja sonreír, que no deja respirar (en ese orden). La humedad enmohece los sentimientos e irrita cualquier ánimo que pretenda estar por encima del cero (hoy me puse una remera roja con un gran cero; un cero cuadrado). La humedad penetra todo y lo convierte en sopa, desgano y desilusión. Pesadez. La humedad potencia este puto dolor de espalda que tengo clavado entre el omóplato izquierdo y la columna vertebral -ahí hace epicentro y se ramifica hasta la nuca y cargosea a mi humor. Un dolor que erosiona mis energías desde hace un par de semanas. Por otro lado el cielo ofrece poco. Y no me quejo de lo gris. Amo lo gris. Pero estos días tienen un cielo de mal gusto, una resolana insípida que incolora al mundo. Las cosas lejanas desaparecen, se desdibujan. Pero no se trata de ese efecto elegante que produce la neblina en los primeros días de invierno o en esas lloviznas finitas desde mi ventana de oficina. No. Las cosas lejanas desaparecen porque sobrevuelan bocanadas de oscuridad opaca. Incluso, por momentos, parece una falta de voluntad. Como si las cosas no tuvieran ganas de aparecer. Claro, es simple. O el clima cede o nadie tendrá la más mínima voluntad de nada.

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